martes, 21 de octubre de 2014

   El otoño ha llegado en este mes de octubre;  los arboles se despojan de sus hojas amarillas, nosotros recordamos los buenos momentos de la primavera y del verano y nos vamos preparando para recibir de nuevo al invierno. Es la noria de la vida, que gira sin que nadie la pueda detener. Pronto llegará el invierno, propicio para pensar en sus largas noches al lado de una chimenea en el cortijo, teniendo de fondo el sonido característico del chisporroteo de la leña  al quemarse. Me gusta meditar en soledad en este ambiente y puede que de nuevo recuerde alguna historia del pasado que no dudaré en poner en mi blog.
   En esta ocasión os ofrezco el relato ‘Los higos de Doña Concha’, de mi libro Vidas de Antaño.

                                                         Los Higos de Doña Concha

Iniciaremos el relato poniendo nombres a nuestros protagonistas, nombres falsos que no se refieren a nadie en concreto. Sólo pretendo recordar una época pasada para que los jóvenes de hoy comprendan los sacrificios de nuestros mayores y, éstos a su vez, recuerden  Vidas de Antaño.
   Fue a mediados del 1947. Después de la guerra civil España estaba destrozada en lo económico y en lo moral; odios y rencores entre vencedores y vencidos, heridas que sólo el tiempo ha podido ir cicatrizando. Había hambre, las viviendas eran escasas y las familias errantes tomaban por hogar cualquier puente o excavaban en el terreno cuevas  para poder combatir el frío o el calor. Los más afortunados que gozaban de ciertas amistades podían instalarse en algún cortijo cuidando las tierras con los aperos del señorito o bien trabajar de muleros, gañanes o pastores, sin más sueldo que la comida, escasa y mala, y cobijo en los peores lugares de la casa, sin luz ni agua corriente. Se daba también la paradoja de que cuando los aduladores del señorito conseguían alguna finca para cultivarla a medias, eran más usureros que el propio señorito y explotaban sin piedad a sus compañeros trabajadores.
   Situándome en aquella época, intentaré contar otra curiosa anécdota de nuestros protagonistas: Luis; María y sus hijos Eduardo y Juan. Como ya sabéis, esta familia vivía en un cortijo que era propiedad de una señora del pueblo; Doña Concha, viuda, de mal genio y propietaria de varias fincas de las que los labradores tenían que darle la mitad de la cosecha en concepto de renta. Su quehacer consistía en ojear la cosecha y la era rodeada de hacinas de trigo y demás cereales, para que no le sisaran los labradores ni se comieran el grano las gallinas.
   Un día visitó a los labradores sin previo aviso, recorrió la huerta para ver las hortalizas y los frutales y se detuvo un momento contemplando una pequeña higuera, entre cuyas grandes hojas se podían contar cuatro higos aún verdes. Al verlos empezó a llamar a Luis a grandes gritos. Este, dejando las tareas de la era, acudió corriendo.
- ¿Qué desea doña Concha?
- Mira Luis, esta higuera es muy buena y quiero probar los higos, así que ojo con que estos no se pierdan. ¿Me has entendido?
- Sí señora. ¿Manda algo más la señora?
- No Luis. Puedes retirarte.
   La visita de Doña Concha terminó dejando como despedida un perfume recargado y de mal gusto que se mezcló con el olor de las plantas del campo.
   Pasada una semana, Luis fue a la higuera para comprobar si los cuatro higos estaban maduros. Se llevó un gran disgusto pues sólo quedaban dos; sus hijos se los habían comido los que faltaban a pesar de que estaban advertidos. Subió a casa muy enfadado repartiendo pescozones a los niños y discutiendo con su mujer.
   Al día siguiente colocó en una cestita de esparto unas hojas como adorno en el fondo y los dos higos que quedaban, aparejó la mula y se dirigió al pueblo a casa de Doña Concha. Con timidez levantó el aldabón dorado de la puerta y llamó, y como nadie contestaba repitió con más fuerza los aldabonazos. Por fin, Doña Concha respondió:

- ¿Quién es?
- Gente de paz. –exclamó Luis.
   Posiblemente Doña Concha estaba durmiendo y Luis tuvo que esperar más de veinte minutos, durante los cuales consiguió leer la única frase que decía: “Dios bendiga esta casa”. Estaba escrita en un cuadradito a la entrada de la casa.
- ¡Hombre Luis ¡ ¿Qué te trae por aquí?
- Mire señora, venía a traerle los higos de la nueva higuera para que los pruebe.
   Mientras lo decía, alargaba la cestita con sus manos inclinando su cuerpo hacia delante, como si hiciera una reverencia. Doña Concha tomó la cesta y en seguida se dio cuenta de que solamente había dos higos.
- Luis. ¿Qué me traes aquí? Había cuatro.
- Perdone señora, mis hijos se los han comido…Ya sabe como son los niños.
- ¿Y cómo se han comido mis higos?
- Señora, les he dado una paliza. No lo harán más.
     - ¿Y cómo se han comido mis higos? -volvió a decir Doña Concha con grandes gritos de indignación.
       Luis cambió de postura y, en un gesto valiente, arrebató la cesta a Doña Concha, se puso frente a ella y se comió un higo de un bocado mientras le explicaba:
-     Señora, así se los han comido.
   Cogió el que quedaba y, ante los ojos atónitos de Doña Concha se lo comió también repitiendo la misma frase y gesto explicativo. Después se dio la vuelta y se marchó, triste pero satisfecho, triste porque sabía que pagaría caro aquel gesto de orgullo y dignidad, como así fue: Doña Concha lo expulsó del cortijo.
  Tanta avaricia para nada; Doña Concha ya murió y el cortijo de este relato hoy es un montón de escombros que pocas personas recuerdan.

                                                                                                                      José Padilla Valdivieso



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