martes, 2 de septiembre de 2014

En esta ocasión, próxima al mes de septiembre y a la feria y fiestas de esta ciudad de Baza, incorporo a mi bloc el relato “Marivió” de mi libro Vidas de Antaño. No pretendo demostrar que aquellos tiempos 1956 y 1957 fueran mejores, solamente os diría que eran distintos. Este relato está basado en hechos ocurridos hace unos 58 años en esta feria y fiestas de Baza. Observareis como era la adolescencia y el respeto que sentían los chicos por la mujer con un trato exquisito y ejemplar.
   En aquellos tiempos, una mirada, el roce de una mano o una sonrisa era algo maravilloso para muchos jóvenes, la felicidad no se compraba sólo se esperaba con paciencia a que llegara y cuando esto sucedía de una manera natural el cuerpo y la mente salían fortalecidos. Solamente en ocasiones un vaso de vino de poca calidad con los amigos aliviaba las penas.  
   También quiero agradecer y animar a los que visitan mi blog desde lugares tan lejanos como Estados Unidos o Canadá, que comenten mis relatos, así me iré corrigiendo y adaptando a las actuales generaciones.        

                                     MARIVIÓ
    A continuación, relataremos el primer amor de Eduardo. Así comprenderemos lo deprisa que ha avanzado este medio siglo. En cualquier caso, el amor es un sentimiento siempre bello que sólo ha variado en su grado de expresión; se ha pasado de la ingenuidad al descaro. Bendito descaro si obedece a un sentimiento sincero.
     Vino al pueblo un pequeño circo llamado Marivió. Recorría muchos pueblos de de España desde hacía varios años, siempre de feria en feria pregonando lo mismo pero en distinto lugar para despertar la curiosidad de las gentes y hacerles pasar por taquilla.
     Era tan pequeño el circo Marivió que el público dudaba de la calidad del espectáculo pero ¿Quién se lo iba  a perder por dos pesetas? En el interior había unos muñecos mecánicos que divertían al público con sus graciosos giros, el resto estaba en la puerta; una joven de unos diecisiete años sentada detrás de una mesa de cristal que hacía de taquilla. Desde allí lanzaba su voz cálida al viento con un micro en la mano. La sonrisa en los labios y la hermosura de sus ojos, que eran los que sabían retener al público mientras gritaba:
            -¡Circo Marivió!  ¡Circo Marivió! Pasen cuando gusten y salgan cuando lo deseen.
     El timbre suave de su voz se mezclaba con el trajín de la feria y  atraía a más de un joven para admirarla. Se llamaba Violeta, nombre de flor escondida y humilde. Dependía del público y por eso tenía que estar expuesta a los ojos de la gente, pero tenía la timidez de la flor que llevaba su nombre. Una flor tan bonita al borde de una senda por donde no dejaba de pasar gente caprichosa duraría bien poco. En efecto, un hombre de malas intenciones la estuvo acosando con una constancia increíble hasta que despertó el corazón de Violeta. No es cosa difícil enamorarse en la adolescencia y más cuando el hombre era del gremio y la seguía a todas partes.
     El tiempo demostró que no era amor lo que movía a su compañero, quizás era un deseo caprichoso, la curiosidad o el orgullo de alcanzar una nueva meta y, conseguida ésta, solo iba a buscarla cuando las cosas no le iban bien, usándola como consuelo a su alborotada vida y destrozando su corazón sensible. Empezaron los sufrimientos de Violeta. Era su primer amor quizás porque no tuvo oportunidad de conocer a nadie más; solo estaba en un pueblo el tiempo que duraban las fiestas. Su padre, hombre serio y conocedor de la vida errante le solía decir.
     -No quiero que salgas con ese hombre. Tu hermana que es mayor que tú y no tiene novio y a ti no  se te pasa el tiempo. Ya sentaremos un día la cabeza; cambiaremos de profesión y podrás conocer clase de personas que no estén tan maleadas de dar tumbos por el mundo.  Hija mía, hace tiempo que quiero que se pierda para siempre el nombre de Marivió y quiero que acabe limpio como ha sido nuestra familia. Si no hay otro trabajo volveremos a la tierra. Hace cuatro años que empezamos esta vida y estoy cansado, muy cansado. Quiera Dios que no muera sin apartaros de los ojos maliciosos de la gente. Piensan mal de vosotras porque tenéis que atraerlos con simpatía. Viciosos miserables. Que poca moralidad tienen. No entienden que mi Maruja y mi Violeta son honradas porque lo llevan en la sangre. Quisiera yo ver a sus hijas o hermanas en el ambiente en vosotras vivís. Entonces comprenderían que la verdadera honradez es la que se mantiene sólida, aunque esté envuelta en la maldad de esta vida. Tengo un temor desde que te ví hablar con ese hombre; procura apartarte.
     Diciendo esto salió de la carpa, dejando a su hija en un doloroso silencio. Su padre tenía razón pero quizá era un poco tarde y se sentía incapaz de contradecir al miserable.
     Una tarde Violeta, sencilla y alegre, hacía propaganda como acostumbraba, cuando su novio cruzó con una mujer de dudosa reputación. Una palidez mortecina asomó a su rostro. Su voz hizo vibrar el micro al decir:
     ¡Oiga! ¡Oiga! Por favor…
     Su hermana la miró con indignación y Violeta dio un final distinto a su frase:
     …saquen sus localidades.
     Transcurrió un año, durante el cual su pareja ya la abordaba. El amor que su amante había logrado grabar en la inocente mentalidad de Violeta ya no existía, tan sólo quedaba repulsión hacia el hombre que la había engañado y una profunda desconfianza hacia todos los hombres. Pero Violeta callaba; si su padre hubiera sabido toda la verdad, podría haber tomado una fatal decisión.
     Una noche de 1957, Violeta conoció en un pueblo andaluz a un joven. Se llamaba Eduardo y, como sabemos tenía el alma de un niño.
     Hacía rato que el sol no brillaba y las luces de Marivió lucían con esplendor. Todo era alegría en las primeras horas de la noche. La gente paseaba, los tocadiscos animaban el ambiente y los niños se montaban en el tiovivo o en los “caballitos “como allí se les decía. Miraban indecisos todas las atracciones sin saber a cual dirigirse. Los caballitos hipnotizaban a los más pequeños, cuyas ilusiones danzaban al ritmo de sus giros. De repente, se fue la luz en la feria. Unos gamberros no dejaban de molestar increpando a Violeta, que trataba de disuadirlos sin demasiado éxito. Súbitamente, una voz recia pero bien modulada ordenó:
 - ¡Cerrad la boca, cobardes! Habláis así porque tenéis las caras ocultas por la oscuridad pero a la luz del día os avergonzaríais delo que estáis diciendo.
     A estas palabras siguió un silencio, pues todos creyeron que se trataba de una autoridad. La duda no duró mucho porque la feria volvió a iluminarse y todos pudieron ver que se trataba de un joven que, a juzgar por su aspecto, debía de ser fuerte y ágil como un felino. Entonces  intervino el padre de Violeta, alejando definitivamente a los gamberros  y devolviendo todo a la calma
     Mientras Eduardo asistía al espectáculo Violeta se preguntaba quién sería ese joven tan apuesto que la miraba de modo extraño y decidió darle las gracias cuando acabara. Finalizado el espectáculo, la muchacha buscó con la mirada al joven que la había defendido y, por fin, se destacaron entre la gente unos ojos que, al mirarla, la estremecieron. Con la vista puesta en el suelo murmuró:
 -   Gracias.
-    No tiene importancia.
     Cuando Violeta levantó la mirada el joven había desaparecido y se quedó intrigada preguntándose quién sería.
     A la noche siguiente, cuando ya había perdido las esperanzas de volverlo a ver, se presentó Eduardo en la taquilla y le dijo:
     -Señorita, deme  una entrada.- y al decirlo sonreía de una manera amistosa.
     Violeta se las dio y, al coger las dos pesetas, halló entre ellas un caramelo. Alzó los ojos y el joven insistió:
  -Eso es para usted.
  -Gracias pero… ¿Qué me da? ¿Se burla de mí?
  -Nunca me burlo de nadie. No lo tire, guárdelo. –y diciendo esto se alejó.
     Violeta siguió vendiendo entradas y, no pudiendo resistir la curiosidad, llamó a su hermana para que ocupara su puesto. Deslió el envoltorio y empezó a desliar una cuartilla. Se trataba de una carta y no de un simple caramelo, y decía así:

   Admirada señorita:
  Ante todo, pido perdón por permitirme el atrevimiento de querer su amistad. También quiero decirle que si en algo puedo ser de su ayuda, disponga de mí sin ninguna vergüenza.
     Este es mi pueblo y esta es mi feria. Lo que ya no es mío es mi pensamiento desde la otra noche. Yo me paseaba y me divertía como todo el mundo cuando llegó a mis oídos una voz de mujer. Sentí curiosidad por saber de dónde salía y llegué hasta su circo. Me empapé de su simpatía y luego sentí sus ojos fijos en los míos al darme las gracias por defenderla. No sé qué hay  en el azul de sus ojos, pero parecen tener una sabia experiencia, un fondo sencillo y sereno, como las musas de los antiguos romances.
     Pero dejaré de elogiarla para pedirle algo; quisiera ser su amigo. Si lo consigo, podré decir que esta es la feria más feliz de mi vida y que quedará en mi memoria un hondo agradecimiento hacia usted.

Eduardo

  Mientras Violeta leía, su hermana Mari observaba como su rostro irradiaba alegría y le preguntó.
- Le has gustado. ¿Verdad?
- Parece que sí. Mira lo que dice.
Las dos leyeron de nuevo la carta y Violeta le contagió su pueril alegría
- Pobrecillo, es casi un niño. ¿Te vas hacer su amiga?
- ¿Qué remedio me queda?
- ¿Y el otro?
- Ni me lo nombres.
- Entonces ¿Qué piensas hacer?
- No lo sé. Lo que si te digo es que me guardes el secreto.
Mientras hablaban alguien las estaba mirando; era Eduardo. Ellas se miraron sorprendidas, pues no esperaban que volviera tan pronto.
- Me ha gustado su espectáculo, señorita. Lo encuentro gracioso y entretenido. ¿Y usted?  ¿Qué me dice de esa carta?
- Nada que también está muy bien
- Entonces ¿acepta mi amistad?
- Sí, pero dígame qué le ha movido a dirigirse a mí, habiendo tantas chicas en la feria que ya quisieran que usted les dijera algo.
- Eso es muy pronto para explicarlo.
- Ya comprendo. Usted tendrá su novia y en los ratos libres viene a divertirse con la niña del circo. ¿No es así?
- No es así. He venido aquí por algo que ni yo mismo sé, pero eso no quiere decir que no la estime.
- Pero si soy muy niña y muy poquita cosa. ¿No le parezco feúcha?
  - No tiene usted nada de fea para mí.
  - Entonces  ¿Se echaría una novia como yo?
Al decir esto, Violeta se quedó observando atentamente el rostro de Eduardo y advirtió que se había sonrojado y que no se atrevía a contestar. Violeta se emocionó; hacía mucho que no veía a un hombre ruborizarse ante ella y, antes de que hablara, apostilló:
- Piénselo, que estas cosas empiezan en broma y luego lo mismo duran  para toda la vida.
- Sí comprendo. A pesar de todo, estoy dispuesto a ser su novio.
Violeta se echó a reír mirando a su hermana, que no andaba muy lejos, y después prosiguió:
- No amigo, esto ha sido una broma. Es demasiado pronto para hablar de estas cosas. Además, mi vida es muy diferente a la suya. Podemos ser amigos los días que esté por aquí, si usted se porta como espero, y después me iré. Pero no se ponga así Eduardo. ¿No es así como se llama?
- Sí es mi nombre, ¿y el suyo?
- Si se fija en el nombre de mi circo verá que está formado por tres sílabas; las dos primeras corresponden al nombre de mi hermana Mari, y la última al mío, Violeta por eso el circo se llama Marivió
- ¿Y a quién se le ocurrió este nombre?
- Fue a mi padre.
- Me gustaría que me lo presentaras.
- No, ni pensarlo. Lo que debemos procurar es que no nos vea juntos.
Así empezaron a conocerse y cada día que pasaba sentían más tener que separarse. Violeta se percató de esto y comprendió que no podía utilizar a aquel joven, apenas un chiquillo dispuesto a todo antes de separarse de ella. “No puedo engañarle –se decía – No tengo valor ni él se lo merece. Pero  ¿para qué hacerse ilusiones con un hombre que no puede ser para mí?  Y el otro sigue con sus amenazas porque no acepto sus caprichos y cualquier día lo pondrá todo al descubierto. Dios quiera que lo que queda de honra pueda conservarla hasta la muerte. Le he prometido que esta noche lo esperaría al cerrar la feria. ¿Por qué lo he hecho? A la mejor es que siento algo por él. Pobrecillo, y me pedía permiso para darme un beso. Mi vida entera se la daría yo. Pero para que encariñarnos más, si no vamos a poder estar juntos, sí esta es la última noche y mañana dejaré este pueblo. En fin, acudiré para hacerlo entrar en razón aunque tenga que negar sus caricias.”
La feria se quedó en silencio, las casetas fueron cerrando unas tras otras. También las luces de Marivió se habían apagado. Eran las dos y media de la madrugada y en ese momento sólo se oía la orquesta de la caseta municipal interpretando un pasodoble que sonaba muy lejano. La noche percibe instintivamente la vibración de un corazón que esperaba y los ojos de Eduardo buscaron, entre las escasas luces, a alguien que no tardó en aparecer; era ella y esa noche estaba más bonita que nunca.
  - ¡Violeta!
       - ¡Eduardo!
       - No Eduardo, eso no. Me prometiste que sólo era para hablar con conmigo.
El abrazo frustrado de Eduardo dio paso a un gesto de dolorosa resignación y sus brazos cayeron inertes a lo largo de su cuerpo.
- Violeta ¿Por qué me rechazas? No te comprendo. Creí que tus ojos me decían que me querías pero ahora veo que me equivoqué.
- Eduardo, no te engañaron mis ojos. Hubiera sido mejor no conocerte porque me gustas pero no puede ser
Al decir estas atormentadas palabras, su esbelto cuerpo pareció desplomarse un momento. Eduardo la estrechó entre sus brazos y ella escondió el rostro en su pecho. Allí murmuró palabras casi inaudibles, como si directamente quisiera comunicar algo al agitado corazón de su compañero. 
  - Violeta. ¿Por qué lloras? No te preocupes. Iré donde tu vayas. Haré lo que tú me digas pero deja que te dé un beso.
De pronto sintió un cuerpo que se estremecía entre sus brazos y de aquella boca que tan cerca estaba de la suya brotaron estas palabras:
    - No lo hagas Eduardo, te pesará después. ¡Déjame!
 El joven la dejó desconcertado y ella rompió a llorar y emprendió veloz carrera hasta llegar a su circo.
Días después: Sólo quedaba de la feria el hueco vacio que antes ocupaban las casetas. La gente que pasaba no se detenía y cada cual caminaba imbuido en sus tareas, como era propio de los días laborales. Eduardo caminaba más despacio. Su cabeza inclinada parecía buscar en el suelo algún objeto perdido. Llegó al lugar donde había estado emplazado Marivió y se detuvo. Echó un vistazo a su alrededor y se retiró lentamente mientras la brisa jugaba en torno suyo haciendo remolinos con las hojas secas. Alguien se acercó
- Eduardo. ¿Qué buscas?
 - Nada.
 - Vente conmigo y tomamos unos vinos.
Se trataba de un amigo suyo que hacía semanas que no veía, fueron a una tasca del pueblo.
- Cuéntame algo, amigo. Nunca te vi tan triste.
- ¿Qué quieres que te cuente? ¿Sabes?  Me harías un gran favor si me ayudaras a escribir unos versos a una mujer.
- Podemos intentarlo. ¿Para quién son?
- Para esa chica del circo. ¿La conoces?
- La he visto.
- Es muy extraño el comportamiento de esta chica. Bebe mientras te cuento la historia. –dijo Eduardo.
Su amigo le escuchó en silencio y pidió otra ronda.
-Amigo, tienes que ayudarme expresando tus sentimientos sin reparos, porque es muy bonita esta historia y me gustaría escribirla si me das permiso.
Los dos permanecieron largo rato en el local imbuidos en la historia y su amigo escribió este soneto:
                 Yo he conocido una gentil Violeta
                  con sus ojos azules. Mi corazón
                  se fue muy lejos, murió la ilusión,
                  tan sólo me queda una esperanza muerta.
                  ¡Oh, mi más sencilla y amada Violeta!
                   Muchas noches he soñado tenerte
                   Junto a mi lado, volver a perderte
                   y, desesperado, hallarte inquieta.
                   Alejarte de ese ruido mundanal
                    para asirte a mi vida, más luego pensé:
                   “¿Más que el amor amará la libertad?”

                     Entonces, en mi sueño yo te solté
                    y, como una paloma que desea volar,
        .           miró dulcemente y llorando se fue.

   Posiblemente, este soneto llegaría a las manos de Violeta y al leerlo lloraría amargamente. Eduardo, ajeno a la suerte de Violeta, hoy es feliz con otra mujer junto a la que ha olvidado casi por completo los recuerdos de aquella feria. ¿Y ella? ¿Seguirá soñando y rodando por esos pueblos o habrá encontrado un árbol que le dé sombra? ¿La habrán conducido los zarpazos de la vida a una completa deshonra? Yo no lo sé.  ¡Pobre Violeta! Pero si tengo noticias de su vida podré ofrecer a los lectores de esta historia la segunda parte de Marivió.


                                                                                                          José Padilla Valdivieso 

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