sábado, 31 de mayo de 2014

   Como siempre, intento informaros de los lugares a visitar más significativos del Altiplano de Granada, pero si queréis una información mas precisa podéis solicitármela a mi e-mail: ferroturbaza@hotmail.com
             LUGARES DE MAS INTERÉS EN EL ALTIPLANO
   Museo arqueológico de Baza – Centro de interpretación Dama de Baza-Baños árabes de Baza.
Museos de Huéscar y Orce –Castellón Alto de Galera – Museo del esparto en Castillejar-Centro de interpretación de Dólmenes de Gorafe.

   En esta ocasión os presento el relato “Manuel”, de mi libro Vidas de Antaño, correspondiente con el mes de junio cuando empezaba la siega. Un trabajo muy duro en la década de los cincuenta y muy mal pagado. Con el tiempo todo se olvida y en homenaje a esta generación casi perdida y que tanto sufrió dedico este relato intentando que aquellas experiencias vividas no caigan en el olvido.

                                                                  MANUEL

    Entre cabras, gallinas y cerdos se crió Manuel. La sierra de Baza, con sus inviernos largos y fríos y sus veranos cálidos y frescos fueron el entorno de su niñez. Lejos quedaba la ciudad y sus padres le dieron la educación que pudieron con sus escasos conocimientos.  Manuel era un niño aislado y sin amigos pero no por ello menos feliz. Por eso en sus juegos siempre intervenían sus animales favoritos.
Desde muy pequeño se había interesado por todo lo que sucedía a su alrededor y ya comprendía muchos milagros de la naturaleza; veía venir al mundo cabritillos, ,pollitos o cerdos o se distraía contemplando las hormigas  que hacían en verano su recolección de trigo y otras semillas andando por sus caminos, llenando sus graneros  y protegiendo sus casas-hormiguero con un cráter de tierra alrededor del agujero. También sacaban el grano al sol cuando una tormenta lo mojaba o detenían su germinación cortando el brote, que intentaba vaciar el grano.
  Con siete años, Manuel ayudaba a sus padres guardando cabras y evitando así que se extraviaran o que comieran las hortalizas de la vega o los arboles pequeños en su primer verdor. Una de estas cabras era como su segunda madre porque Manuel, cuando sus padres no lo veían, llamaban a “Valenciana”, que así se llamaba, se tumbaba en el césped del prado y la cabra acudía. Entonces Manuel chupaba de sus pezones hasta saciarse de leche. Después Valenciana se iba tan contenta de haber descargado su hinchada ubre.
     En una ocasión, una cerda trajo al mundo siete cerditos, uno de los cuales nació muy pequeñito y sus hermanos le empujaban y no le dejaban chupar de la teta, por lo que al día siguiente el cerdito apareció apartado del resto, inmóvil y con los ojos cerrados. Como no respondió a los zarandeos ni al agua fría los padres de Manuel lo tiraron detrás del cortijo para que sirviera de alimento a los perros. El niño Manuel, que sabía poco de violencia y mucho de amor, sin que nadie lo viera fue a ver al diminuto animal comprobando que aún le quedaba un hilo de vida.
    A escondidas de sus padres se llevó el cerdito a los establos y lo abrigó en un pesebre con paja y unos trapos como si fuera un niño.         Después ordeñó leche de la cabra y metió varias veces su trompa en el tiesto de leche logrando que bebiera un poco. Como no se movía, lo dejó descansar y repitió la operación durante la tarde consiguiendo que bebiera cada vez más. Al día siguiente, aunque el cerdito no andaba, empezó a gruñir y a mover la cabeza. Cuando se retiraba un poco del cortijo se escondía al cerdito en el pecho y se contenía las cosquillas que le provocaba su trompilla helada.
   Pasaron los días y el cerdito se recuperó de tal manera que ya no había forma de sujetarlo y tomó tanto cariño al niño que lo seguía a todas partes. Manuel le puso por nombre “Merengue” por el tono blanquecino de su piel y la dulzura de su compañía. Cuando los padres se enteraron se quedaron admirados con la acción de Manuel.
   Merengue se hizo grande, más que sus hermanos de camada, y se salvó de ser sacrificado porque toda la familia acordó de dejarlo para semental o verraco.
Los años pasaron y Manuel creció y tuvo la oportunidad de asistir a las clases nocturnas que gratuitamente impartía un instituto del pueblo y pudo convivir con otros chicos de su edad, algo especial para vencer su enfermiza timidez. Aunque a simple vista parecía otro estudiante más, Manuel era distinto; seguía impregnado del aroma de los montes, de la sencillez de sus padres y vecinos y de la convivencia con sus animales, de los que había aprendido mucho.
   Muchas veces se preguntaba mirando el horizonte qué habría detrás de aquellas montañas. Manuel desconocía que detrás de aquellas montañas había otras y otros valles, mares, y gente con problemas y alegrías, con amores y desamores, como en todas partes, pero esto había que vivirlo. El afán aventurero es normal en la juventud, sobre todo cuando nunca se ha salido del lugar en que se vive. Así que Manuel se fue con sus tíos a la costa, donde había más oportunidades, y pronto empezó a ganar dinero.
   Manuel era una persona sencilla y sociable que confiaba en todo el mundo y esto le provocó numerosos desengaños. El esquema amoroso que tenía formado en su cabeza se rompió en mil pedazos al compararlo con la realidad que se encontró. Él era hombre de una sola mujer a la que respetaría, como ella a él, durante toda la vida, algo parecido a los compromisos que se imponen los novios al contraer matrimonio.
   Manuel vivía bien con sus tíos en Benidorm en una casa con huerto, desportillada y casi oculta entre grandes edificios. Tenía rosales, plantas de jardín, naranjos y limoneros que Manuel cuidaba por las mañanas antes de irse al trabajo, lo cual le venía bien, porque estaba  acostumbrado al campo y le distraía. Uno de los edificios colindantes era de apartamentos turísticos y una mañana que Manuel trabajaba en el huerto salió de la terraza de la primera planta una chica que le saludó.  Era una española que estaba de vacaciones y era muy bonita y simpática. 
   Desde aquella mañana Manuel empezó a charlar con ella todos los días. Lo bueno o lo malo del caso fue que a partir de ese día, cuando la vecina sentía que Manuel estaba en el huerto, salía a la terraza a charlar con él. Se notaba que saltaba precipitada de la cama echándose un camisón de seda por los hombros para el fresco de la mañana y salía a saludarlo, pero debajo sólo llevaba unas braguitas que se hacían un cordón entre sus muslos desplazándose a uno u otro lado y dejando ver por entregas el triángulo de los deseos. Manuel era un joven tímido y asustadizo, por eso evitaba mirar hacia arriba, y cuando lo hacía, esa imagen se fijaba en su mente como una película fotográfica que se revelaba en soledad de su cuarto y que no le dejaba pegar ojo.
   La española era muy bonita y liberal y Manuel la veía salir por las tardes con distintos amigos; no quería enamorarse de ella porque no admitía ser “segundo plato” de nadie y sufría al contener su forma de ser, su concepción posesiva del amor. Para hacernos una idea, Manuel no entendía que a un hombre no le gustara una mujer bonita y hasta creía que  los gays no existían. Por todo ello, aunque Las noches de Benidorm  suponían una tentación para alguien joven como él, no aceptó salir de marcha con su vecina. 
   En otra ocasión, un amigo de su padre que trabajaba de conserje tuvo que someterse a una delicada operación quirúrgica y buscó a Manuel como sustituto mientras se recuperaba. Manuel aceptó y recibió escuetas instrucciones  del funcionamiento y las responsabilidades de su nuevo trabajo.
En uno de los apartamentos vivía otra bella española, ésta de unos treintaicinco años, que pronto hizo buenas migas con Manuel; al ir o volver de la playa siempre le saludaba o se paraba para intercambiar unas palabras. Un día le dijo:  - Manolo, tienes que repararme la persiana. Cuanto antes subas mejor.
   Aquella tarde Manuel cogió las herramientas necesarias y subió a realizar el trabajo.  Pulsó el timbre, notó que le observaban por la mirilla y la puerta se abrió. Manuel no pudo evitar el sobresalto al ver a la mujer sólo llevaba puestos los zapatos de tacón, que realzaban aún más su esbelta desnudez.
-Pasa Manolo, no te cortes, que tu eres de confianza. A mí es que en casa me gusta estar cómoda. Me siento más libre si no me cubre ningún trapo, y con este calor… Pasa por aquí.
Manuel estaba aturdido, nervioso, y no paraba  de sudar. Cuando no se le caía el destornillador se le caían los alicates. Trataba de centrarse en la persiana pero la mujer no paraba de pasearse por el apartamento limpiando el polvo de la casa con el plumero, deteniéndose en las zonas más bajas del mobiliario.
-Señora,- acabó por decir Manuel- no me encuentro bien. Otro día terminaré de arreglarle la persiana.
   Manuel no podía asimilar lo que le estaba pasando y más creía que la mujer quería ponerle a prueba o reírse de él que ligar, por eso agachó la cabeza y se marchó, dejando a la mujer con una pícara sonrisa.
   Manuel volvió al pueblo algo insatisfecho; no encontró su media naranja. Le gustaban mucho las chicas pero su posesividad le perjudicaba en un mundo  en que decir “mi mujer” o “mi hombre “ ya se consideraba egoísta. Visitó el cortijo de la sierra donde se crió y se sintió desolado al ver el terrible abandono del lugar. La casa estaba en el suelo y las acequias de la vega llenas de zarzas y juncos. Se subió a un cerro y, desde lo alto, divisó los lugares que diariamente había recorrido.
Y que ahora estaban abandonados; la Cañada de la Caldera, donde criaban  el trigo necesario para hacer pan todo el año, donde de niño, segaban los hombres en las tardes de verano. Manuel ensimismado en su tristeza, se sentó sobre una peña y miró hacia abajo recordando la penosa faena de los segadores. Su mente retrocedió en el tiempo buscando ese bullicio alegre que ahora eran sombras. Cogió lápiz y una pequeña libreta y escribió unos versos a esos hombres que tanto sufrieron.

                                       VERANO

                           Es mediodía, el sol abrasa.
                           El chopo del barranco
                           tiene inmóviles sus ramas.
                           Nada se mueve…
                            Estoy en un montículo
                            Y abajo en las cañadas
                            siegan los campesinos
                            bajo sombreros de paja.
                            Suben saltando romeros
                            cantares de chicharras
                            y allá en el fondo,
                            se ven las bestias atadas.
                            El pelo les echa fuego
                            mientras bregan amoscadas.
                            Más abajo está el "ato"
                            con la comida y el agua.
                            Cuánto sufren, señores,
                           los hombres de la cañada
                           segando por la comida
                           Cuánto sufren, señores,
                           o por una mísera paga.

                                                  José Padilla Valdivieso  (años sesenta)


RECOMENDACIÓN: Chico, tú que eres joven y tienes facilidad para entrar en Internet, si vive tu abuelo, por favor no dejes de leerle este relato. Observa su cara mientras lo haces… cómo se ilumina al sentirse identificado con esta época.   

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