miércoles, 27 de enero de 2016




                                                                   CARBONCILLO

     El día trece de enero de 1985, en compañía de unos amigos y de mi hijo, subimos por el camino de la sierra para de explorar una gruta natural que ellos habían visitado en domingos anteriores.
     
     El equipo que llevábamos era escaso y rudimentario; dos cuerdas de veinte metros, unos  cascos, un carburo, linternas, brújula, cinta métrica, papel y lá piz  

     La entrada de la cueva estaba tan disimulada entre los pinos que nos llevó un buen rato encontrarla, bueno a ellos porque yo , era el más viejo del grupo, esperé al socaire de unos matorrales a que ellos avisaran de que la habían descubierto, lo que no tardó en suceder. Entonces les dije que era necesario retener en la memoria los montículos y señales mas destacadas del terreno para que en otra ocasión la encontráramos más fácilmente. Antes de entrar tomamos unos bocadillos entre tragos de "fanta". El vino del país lo dejamos para el momento de la salida, así nos ayudaría a combatir el frío de la mañana.

     La entrada de la cueva era una gatera que más delante se convertía en una enorme grieta con una longitud cercana a los doscientos metros en sentido oblicuo y en algunos lugares casi vertical, alcanzando profundidades de más de veinte metros. Después de descender a lo más profundo de estas hendiduras, que se van estrechando hasta cerrarte el paso, te sientes confortado por una temperatura muy agradable. Estudiando someramente la orografía del terreno mi conclusión de que debía pasar un acuífero (venero) a unos cincuenta metros de profundidad, en dirección noroeste hacia el valle de Baza, y que este paso de agua produjo, a lo largo de cientos de años esta oquedad alargada y gran cantidad de estalactitas y estalagmitas. Se advertían tres movimientos en la vida de la cueva, producidos quizás por terremotos o por el simple pero constante paso del agua, que habría ido socavando el lecho de arenisca de esta afilada hendidura.

     Todo fue bien dentro de la cueva; pasamos el tiempo distraídos observando las figuras que formaban los chuzos, muchas parecían esculturas de cera derretida y cobraban una presencia espectral y a la vez divina iluminadas después de tanto tiempo por la tímida luz de nuestros cascos. Otras estalactitas estaban en una fase de formación más temprana, de hecho la arquitectura de la cueva y sus catedralicios relieves debían su arte a la más azorosa naturaleza , su inspiración no se secaba, pues no paraba de gotear agua .

     Cuando regresábamos vimos un pequeño murciélago que pendía de una cúpula dentada y nos lo llevamos a casa como recuerdo. Al principio, rechazamos la idea de soltarlo en el piso, pues se trataba de un bicho feo en torno al cual se habían gestado muchas supersticiones, pero finalmente decidimos liberarlo dentro de la vivienda, una vivienda de humanos, para que volara libremente por todas las habitaciones. Mi hijo pequeño de nueve años le puso de nombre "Carboncillo" y el extraño animal se hizo simpático en los doce días que convivió con nosotros.

     Su primer vuelo por toda la casa fue largo, curioso, como si Carboncillo estudiara el lugar donde se hallaba, después se colgó hacia abajo con sus patitas de la barra de la cortina y allí permaneció hasta la noche . Los sonidos debían molestarle, pus movía las orejas sobresaltado cuando se le hablaba y, mientras mirábamos la televisión con la luz apagada, empezaba a planear rozando nuestras cabezas, una y otra vez, como si quisiera decirnos que lo devolviéramos a su ambiente, a su gran mansión de soledad y silencio.

     Carboncillo nunca dió una queja ni emitió sonido alguno, pero de alguna forma establecimos un código y, cuando su vuelo se hacía insistente, le abríamos la puerta del baño dejando correr el grifo un hilo de agua. Se enganchaba y bebía con ansia  mientras se dejaba acariciar sus pelillos de ratón.

     Yo pensaba que comería insectos pero, en realidad, el cambio lo estaba matando. En sus últimos vuelos su sistema de radar fallaba y rozaba las paredes. Creí que se adaptaría al ambiente, que seria un simple despiste, pero no ocurrió así. Se fue debilitando y la última noche no tuvo fuerzas para engancharse del grifo y cayó a la bañera. Mi hijo me llamó asustado diciendo que Carboncillo se había caído. Acudí y pude verlo arrastrarse sin fuerzas. Lo puse con mucho cuidado sobre una hoja de periódico para ver si era un ligero trastorno y se le pasaba pero cada vez se movía con mayor dificultad, se apagaba irremediablemente. A mi hijo Miguel Angel se le formó un nudo en la garganta cuando le aseguré que Carboncillo no volvería a volar. Aquella diminuta criatura estaba pagando con su vida nuestra tremenda ignorancia acerca de su forma de vida. Nos cansamos de mirarlo y ala mañana siguiente ya estaba muerto, con sus orejillas de punta, como si fueran de finísima cartulina.

     Fui consciente de que nuestro capricho egoísta no era un buen ejemplo y aproveché la ocasión para aleccionar por diferenciación, ya que no por imitación, y le dije a mi hijo que no volveríamos a tener cautivo a ningún animal, que la libertad de Carboncillo era pura como el aire de la sierra, y callada como la vida en la gruta y más digna que nuestra libertad, derecho muchas veces mal interpretado.

     Desconozco el nombre de aquella cueva y, desde entonces,la llamamos "La cueva de Carboncillo", en honor a aquel quiróptero que´con su extraño lenguaje, nos suplicó que lo devolviéramos a su hogar. Es posible que, en aquella tranquilidad donde no parece contar al tiempo, la pareja de Carboncillo aún le espere y crea, ajena al desenlace de su historia,que cuelga con con perezoso letargo de alguna arista cercana.


                                                                                       J. Padilla Valdivieso

 Relato de mi libro  Vidas de Antaño           26 de enero de 2016



     


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